lunes, 15 de junio de 2015

Desiste, niña, mientras se pueda

Ahora entiendo por qué todos los profesores me querían hacer desistir cuando estaba estudiando pedagogía. No tiene nada que ver con los estudiantes, no. Ellos son la alegría de cada día, los que me impulsan y te animan. No tiene nada que ver con las clases, no. Ellas son la razón de levantarse cada día y fatigarse trabajando  por un fruto que jamás voy a cosechar. No tiene nada que ver con la profesión ni con el trabajo de docente, porque eso es lo que me motiva cada día.
Es todo lo demás.
Son los apoderados, ellos, los dueños del mundo y la educación, que creen que por pagar una cuota mensual son dueños de mi vida y mi trabajo, como si fueran los clientes del colegio y yo el producto defectuoso que acaban de comprar. Son ellos, los que piensan que economistas, ingenieros, doctores, dueños de casa, constructores, todos, todos son especialistas en educación menos un profesor. 
Son los colegas, ellos, que sienten que se hace mejor el trabajo en otros cursos que de 7º hacia arriba. Ellos que me ven como un desastre porque no logro volver el tiempo atrás y mis adolescentes insisten en comportarse como los maravillosos adolescentes que son en vez de los dóciles niños que eran. Ellos, que no pueden comprender que no mantenga el aseo de la sala, cuando mis alumnos son el doble hacinados en la mitad del espacio. Ellos, que me ven decepcionados como converso con los chicos en el recreo, y piensan que estoy perdiendo el tiempo, y no saben que en esos 10 minutos en el patio puedo hacer mucho más que en 90 en la sala. 
Es la estúpida carga horaria. Son mis miserables 6 horas de preparación de material frente a las 35 de clases. Es ese 17% de mi horario en el que se supone que debo leer cada libro mensual, componer cada prueba, redactar cada instrucción, crear cada rúbrica, corregir cada trabajo, inventar evaluaciones diferenciadas, leer y calificar cada prueba, planificar cada clase, completar el libro de eleccionario, firma y asistencia. 
Son esas dos horas de atención de apoderados. Ellas, el martirio de las entrevistas. Cuando me expongo frente a otro que me ve como una niña inexperta y me invalida, me basurea. Cuando debo responder los correos de psicólogas y psicopedagogía que, con el mismo espíritu intentan sacar a los chicos de donde sus padres los han dejado.
Son las escasas horas libres, cuando veo a mis amigos, a mi esposo, a mi familia, y cada día tengo menos en común con ellos. Porque solo hay dos cosas de las que se hablar: religión y escuela, lo primero demasiado complicado y lo segundo demasiado local. Y nos vamos distanciando y voy perdiendo la pelea. Y me voy sintiendo sola (y si no fuera por el Ángelo).
Y es el desgaste de amarlos tanto a todos, de que me duelan sus heridas, de tenerles (aun) esperanza, de llegar a las clases y poner la mejor cara, la mejor voz, e improvisar con lo que tengo la mejor clase que pueda.
Tan cansada, me miro al espejo y no se dónde se fue el rojo vivo de mi cabeza o la abundancia de mi pelo. Me veo los ojos rodeados de arrugas, la cara cansada y la espalda tensa.
Tengo recién 25.
Ya se que todo profesor tiene complejo de mesías y de mártir, ¿Pero no será demasiado pedir? 
No valla a ser que se me niegue también el derecho a quejarme. 
Ahí si que renuncio a la docencia
y sin clases me seco
y si me seco, me muero.